El horizonte de la gratuidad

El horizonte de la gratuidad

En esta ocasión me dirijo a ustedes, querida comunidad universitaria, compartiendo una reflexión de carácter teológica. Aprovecho este espacio para saludar, felicitar y agradecer a las y los docentes de nuestra universidad, quienes serán homenajeados este lunes 23 de mayo. Sin duda alguna, ellos y ellas, desde su noble labor contribuyen a educar en el horizonte de la gratuidad.

En nuestra propia historia hay una serie de representaciones que hemos aprendido sobre Dios: lo que es para nosotros y el sentido que le puede dar a un determinado grupo de seres humanos. No necesariamente el Dios manifestado en Jesucristo coincide con las imágenes que a lo largo de los años, y de nuestro crecimiento como personas, hemos introyectado. Sin embargo, por ahora no se trata propiamente de rastrear en las diferentes etapas de la vida la percepción que podemos tener sobre la divinidad (tarea que probablemente excede la intención de este breve texto), sino de dejarnos interpelar por lo acontecido en ese hombre, el galileo; en él reconocemos, desde la fe, al Hijo que nos ha dicho (Logos) quién es el Padre (Abbá), al mismo tiempo que nos ha mostrado lo que significa esa relación de filiación. Por tanto, la propuesta de este comunicado es invitar a gustar, con agradecimiento, al Dios de la gratuidad revelado en Jesús: “… El que me ve a mí, ve al Padre…” (Jn 14, 9).

Del Dios cristiano se puede decir que es: misericordia, amor, verdad, vida, belleza, bondad, bien, justicia, paz, etc. Pero hay una característica o cualidad que le es esencial, y que de cierta manera permea todos los calificativos que de Él damos cuando con nuestro limitado lenguaje, nos referimos a lo que es y representa, se trata de la gratuidad. La palabra evoca el regalo, lo gratuito, la gracia, el don. En estas reflexiones habrá  que tener en cuenta el presupuesto básico o punto de partida: “No me eligieron ustedes a mí; fui yo quien los elegí a ustedes…” (Jn 15, 16). Porque como dice san Juan “El amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó a nosotros” (1 Jn 4, 10).

Este Amor incondicional, que nos precede y nos envuelve, encontró su mayor expresión y receptividad en la vida de Jesús de Nazaret; Él es, para nosotros los cristianos, la imagen diáfana del Padre. Su vida, muerte y resurrección representa el acontecimiento de la plenitud de la salvación que Dios había prometido a todos los pueblos a través de la mediación de Israel. Más aún, desde la fe cristiana no basta con decir que Jesús es el camino de salvación, sino que en él reconocemos a Dios en persona, es el Hijo de Dios (Mc 15, 39).

El gran aserto de la teología cristiana es que Dios ama al hombre independientemente de la actitud o respuesta de éste. Así la humanidad pecadora, representada en Adán es la misma humanidad amada por Dios en Jesucristo. Ello nos permite establecer que la Gracia es la donación de Dios mismo para renovar y potenciar al hombre. Por esta donación, vivir la vida humana es al mismo tiempo vivir la vida de Dios. Sin embargo, esta noción eminentemente cristiana (gracia) tendrá que ser tratada de manera adecuada, pues no puede ser asimilada a una “cosa” u objeto, ni a “providencialismos”, ni a “sobre-añadidos” (como un accidente que se agrega a una esencia inmutable y clausurada), sino a una presencia personal que actúa en y con el hombre (en él porque no suplanta la libertad, asentimiento y cooperación del hombre), dinámica que responde a las más hondas expectativas de la condición humana; por lo tanto, no sobreviene como algo heterogéneo o extraño, sino como lo desde siempre añorado y perseguido.

Dicho lo anterior, podemos considerar que este horizonte de gratuidad es de cierta manera “contracultural”, en el sentido de que no participa de la lógica del mérito y de la retribución a la que estamos tan acostumbrados: habituados a dar para recibir; a poner lo valioso de la vida en el esfuerzo, en el sacrificio; lo que nos cuesta (en todos los sentidos de la palabra: económicamente, afectivamente, etc.) se convierte en el eje alrededor del cual gira nuestra existencia. Mientras que el don recibido en Jesús es despilfarro, derroche, exceso, donación de sí mismo en la alegría plena de saberse, sin motivo alguno, Hijo muy amado del Padre; es fiesta que no conoce los límites de los miedos e inseguridades de atesorar algo para mañana, porque todo es hoy; es la experiencia de sentirse gratuitamente recibido por el amor incondicional de Dios, en la confianza plena de que sólo Él basta: “… Dadme vuestro amor y gracia que ésta me basta” (S. Ignacio de Loyola. EE 234).

En definitiva, “lo más valioso de la vida es gratis”. No podemos comprar el amor, la amistad, la belleza, la ternura, la fidelidad… Estas experiencias acontecen, con una cierta dosis de misterio, en el marco de lo que aquí hemos considerado como gratuidad. Alguien (con mayúsculas –Otro– y con  minúsculas –los otros-) nos ha querido de esa manera (porque les ha dado la gana, como diría Angelus Silecius: La rosa es sin porqué, florece porque florece),  haciéndonos capaces de convertir la vida en regalo.

Mtro. Luis Alfonso González Valencia, S.J.

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